Cuento del mes: Adán XI

Robot

Por: Henry Bäx

(El inventor de sueños: relatos de ciencia ficción, Quito: Kinnor, 2011)

El autor ecuatoriano Henry Bäx nos hace llegar el cuento «Adán XI», perteneciente a su libro El inventor de sueños: relatos de ciencia ficción, para compartirlo entre los lectores y seguidores de Ciencia Ficción en Ecuador. Con éste inauguramos la sección «El cuento del mes».

Una cruel lucha se libraba en medio de aquel ring. Un griterío ensordecedor de hombres descontrolados, aupaban a cada contrincante a seguir la pelea. Los boxeadores se golpeaban con destreza y con mucha técnica. Iban y venían los zarpazos de cada lado. Sonó la campana anunciando que el décimo round había terminado. Cada peleador se dirigió a su respectiva esquina. Sentados, y sin demostrar ningún síntoma de cansancio, fueron atendidos por sus auxiliares. En la esquina azul, un androide le daba a uno de ellos nuevas instrucciones verbales para reprogramar las funciones de su cerebro positrónico, que estaba cubierto con una gruesa coraza, a manera de casco, para que no sufriera ningún daño severo. Sin embargo, los dos humanoides estaban programados para no golpearse sus computadores centrales. En la esquina roja, otro androide hacía lo mismo. Le daba nuevas instrucciones a su peleador para tratar de ganar aquel enfrentamiento. La campana sonó de nuevo, anunciando el décimo primer round. El público presente empezó a alentar a su boxeador favorito bajo un mar de gritos y de silbidos.

Adán XI era el último modelo de robot boxeador que fuera fabricado por los hombres para su propio deleite. Ese deporte había sido abolido hacía mucho tiempo entre la gente, precisamente por considerarlo una recreación antihumana. Pero la raza humana siempre ha sido compleja y difícil de entender. A pretexto de poder vaciar su sobrecarga de trabajo o de estrés, solían acudir a las peleas de robots y descargar sus frustraciones, sus inhibiciones, sus desesperanzas y sus odios.

Estos robots boxeadores lucían un aspecto muy particular. Sus cuerpos tenían forma masculina. Su piel sintética, la textura de piel natural, pero era en realidad un compuesto de carbopiel orgánica. Su esqueleto era una aleación de carbono y aluminio. Pero a pesar de su aspecto de varón, la gente sabía que se trataba de un autómata. Los hombres fabricaban cada dos años nuevos modelos, y a cada serie se le denominaba con el nombre de Adán. Y conforme avanzaba su nueva producción, le añadían un número romano. Ahora, y luego de veintidós años de producir robots boxeadores, habían logrado ensamblar uno de los mejores modelos: el Adán XI. Un ente cibernético con muchas destrezas, capaz de formidables avances tecnológicos, y con ciertas capacidades autónomas para pelear.

Sin embargo, hubo un Adán XI distinto de entre los millares que fueran construidos en serie en los dos últimos años para la recreación de las personas. Las celdillas de su cerebro positrónico habían tenido una reacción radioquímica muy particular, haciendo que este robot tuviera una capacidad de razonamiento y de conciencia casi humanas. Dentro de su cerebro artificial, sus impulsos cerebrales le hacían considerar que golpear a uno de sus congéneres era malo. De algún modo, supo o logró entender que eso no estaba bien.

El día en que le llegó la hora de enfrentarse en una pelea oficial, sobre el ring, y frente a frente a su contrincante, no se defendió ni tampoco atacó. Los robots boxeadores estaban programados para atacarse mutuamente, pero jamás atacaban a uno, sí este no se defendía.

Inmutable e inmóvil miraba a su contrincante. Con los brazos abajo, solo escuchaba el abrumador ruido de la gente, que no dejaba de abuchearlo y de lanzarle cosas. Inútil fue que su androide auxiliar tratara de darle órdenes verbales para que luchara. El robot boxeador seguía imperturbable. Se detuvo por unos momentos aquel cruel circo. Por fin, un sujeto subió al cuadrilátero. Acercó una estrafalaria herramienta, de esta salió un rayo de luz azul que le apuntó a los ojos. Él meneó la cabeza de manera negativa. Pronto, un enorme brazo mecánico salió desde arriba y lo tomó de la cabeza, sacándolo de la arena: luego de unos pocos minutos fue reemplazado por otro robot boxeador. La pelea fue reiniciada y el mundanal ruido empezó de nuevo.

El humanoide fue llevado a un enorme taller, en donde eran reparados otros robots luego de las peleas. Una de las enormes máquinas en donde fue metido, lo examinó. Una vez escaneado, aquella prodigiosa computadora aseguró que no tenía ningún daño. Fue llevado por otra máquina hasta un gran cancel, en donde fue introducido para llevarlo al día siguiente a la fábrica y desmantelarlo.

Esa noche, Adán XI salió de su prisión. En aquel enorme lugar, en donde había herramientas con herrumbre y aceite por todas partes, caminó. Las grandes computadoras examinadoras estaban desconectadas. Sobre unas camillas, se hallaban otros robots, unos sin sus cabezas, ya que sus cerebros estaban siendo reprogramados. Había otros que no tenían sus brazos, puesto que estaban siendo reparados; otros tenían sus caras o restos de sus cuerpos desmembrados por el rozar violento de sus extremidades. El robot se les acercó. Con una fría mirada recorrió aquel desesperante lugar. Su cerebro artificial sentía una extraña sensación de abatimiento. Se arrimó a uno de los robots en reparación que estaba apoyado sobre una vieja pared. Con extremada delicadeza pasó su mano por aquel cuerpo roto. Movió su cabeza en señal de desconcierto. Le preguntó:

—¿Por qué hacen esto los seres humanos?

El otro le contestó de manera fría.

—Para eso fuimos creados, para pelear.

—Pero nos hacemos daño mutuo.

El robot dañado le dirigió una mirada llena de inexpresividad y frialdad. Le contestó:

—¿Daño mutuo?, palabra sin lógica para mis funciones cerebrales. Fuimos creados para divertir a nuestros amos, los seres humanos; y así ellos no se lastiman. La Primera Ley está presente en nuestra programación. Al amanecer te llevarán a la fábrica para reprogramarte.

El androide bajó la cabeza, y con un tono desconocido de voz habló:

—Sí, las Tres Leyes  están en mi base de datos, por eso no puedo defenderme de los seres humanos.

El robot, luego de esa corta conversación, decidió escapar.

Los fabricantes de este autómata, no podían creer que un ser artificial hubiera tomado esa determinación: escapar de sus creadores. La noticia pronto se corrió entre los individuos del planeta. Era algo inédito.

El robot no había tenido contacto con el mundo exterior, y afuera se encontró con un mundo lleno de hostilidad y maldad. No sabía en dónde se hallaba ni hacia dónde dirigirse. Al salir encontró una ciudad apocalíptica. Cada esquina de ese núcleo urbano estaba llena de desechos, de basura tóxica, de humanos famélicos y hambrientos. De individuos que, a pesar de su humillación, no tenían lástima por su prójimo ni por ellos mismos. Ahora comprendía el porqué habían creado robots violentos; porque ellos vivían en un mundo iracundo.

El autómata se dirigió horrorizado hacia las afueras de la ciudad. Llegó a una abandonada estación, de un antiguo tren subterráneo; ahí se encontró con un botadero de cosas; entre ellas, algunos robots exiliados de sus hogares, máquinas desechadas por ser inútiles en sus funciones actuales o para ser reemplazadas por nuevas máquinas robóticas. Sobre las paredes, delgadas pantallas sucias, todavía funcionaban; emitían noticias de las nuevas capitales subterráneas de la Luna. Así mismo, se hablaba de las nuevas colonias humanas en Marte y de que el Nuevo Gobierno Mundial había trasladado allá su sede.

Con cierta incertidumbre, caminó, halló a un pequeño perro. El animal lo olfateó, movió su cola y enseguida ladró. Adán XI lo miró con duda. Sus impulsos cerebrales le hacían sentir una sensación nunca experimentada. Su cara esbozó una sonrisa, y sin mayores explicaciones, le acarició el lomo. El animal le lamió la mano cibernética. Una voz lejana y tímida habló desde un rincón escondido.

—Ven, Boby, ven.

Adán XI levantó su mirada. Lentamente se dirigió hacia esa pequeña cueva. Unos objetos contundentes cayeron sobre su cuerpo con rudeza. Extrañado avanzó. Ahora, unas rocas de tamaño mediano le dieron en su cabeza. Sin embargo, el robot seguía aproximándose al sitio de donde salían las rocas. La máquina, según la Tercera Ley que regía su programación, tenía que defenderse. Llegó hasta el lugar de donde salían aquellos objetos. El pequeño can no dejaba de ladrar detrás del robot. Con una fuerza sobrenatural derribó una frágil pared. Levantó su mano para eliminar al causante del ataque. Una niña lo miraba desde un rincón. La chica dio una orden severa:

—¡Detente!

Quiso agredirle, pero su programación se lo impidió. La Primera Ley funcionaba a la perfección. Supo entonces Adán XI, que la niña era un ser humano.

El robot le dijo con un tono tranquilizador:

—Nada temas, que no te puedo hacer daño.

Sobre unos escombros, y alrededor de una fogata, la niña le preguntó al humanoide:

—¿Cuál es tu nombre?

El androide giró su cabeza levemente en señal de desconcierto. Acotó:

—¿Nombre?, palabra no programada en mi base de datos.

La pequeña insistió:

—Todos tenemos un nombre, yo me llamo Alicia.

—¿Alicia?

—Sí, Alicia, pero ahora dime, ¿cómo te llamas?

—Yo no tengo nombre, pero me conocen como Adán XI, y soy una Unidad de Entretenimiento Humano.

—Ese es un nombre muy extraño.

— Sí, pero así es como se me conoce.

La niña, pensativa, afirmó:

—Te pondré un nombre más corto. Te llamarás, desde ahora, Julián, como mi padre.

El robot no dijo nada, y se limitó a obedecer, ya que esa era su principal función.

El lugar en donde se hallaban era un sitio inmundo, había ratas por doquier, y las unidades robóticas viejas estaban apiladas como basura. Unas apenas podían caminar; otras, se arrastraban pidiendo que las desactivaran; había otras que deambulaban como perdidas. De hecho, Adán XI, o más bien dicho Julián, era un robot nuevo. En tanto que Alicia era el único ser humano entre esas máquinas.

Se alejaron de ese sitio. Se fueron a un refugio en donde Alicia vivía. Lejos de aquellos escombros con vida propia, continuaron su charla. El robot tomó la iniciativa.

—Y se puede saber, ¿dónde están tus padres?, una niña debe estar con ellos.

—Mi madre murió cuando nací, y a mi padre se lo llevaron a la fuerza a Marte a unas minas de un nuevo mineral que, según dicen, han descubierto allá, pero no pierdo las esperanzas de encontrarlo.

—Pero una niña no puede vivir sola —replicó Julián.

—Lo sé, nada puedo hacer por el momento; el planeta tierra se ha vuelto muy cruel desde que las nuevas colonias humanas se marcharon a la Luna y a Marte, ahora este planeta es un lugar para los menos favorecidos y los más pobres. Es el nuevo basurero del Sistema Solar y aquí habita la gente que no tiene mayor esperanza.

—¿Esperanza?

—Los que estamos acá, tenemos pocas esperanzas de ver a las personas que están en la Luna o en Marte.

Julián se levantó y dijo:

—Yo te ayudaré a ir junto a tu padre.

Julián, el robot que servía para entretener a la gente, decidió ayudar a una niña de doce años a tratar de reunirse con su padre.

Caminaban por unas desoladas calles de una semidestruida ciudad sin nombre. Sobre un cielo de rojo intenso, flotaba una alargada hilera de rocas, como si fuera un cinturón de asteroides, producto de nuevos cataclismos. En cada esquina había personas reunidas alrededor de fogatas, alimentándose de la escasa comida que podían conseguir o robar. Iban juntos, él, Alicia y el pequeño Boby. Llegaron al otro extremo de esa ciudad. Allí, la urbe era diferente, se notaba que no había tanta pobreza; los seres humanos vivían en enormes edificios, y existía alguna vegetación. Caminaban por las calles robots de lustrosas y limpias carcasas, haciendo, como siempre, las tareas que los humanos ya habían olvidado realizar. Ellos limpiaban las calles, se encargaban de la seguridad ciudadana, de pulir y mantener aseadas las fachadas de las casas, purificaban el agua contaminada, higienizaban las alcantarillas, etc. Unos pocos mortales caminaban por esas amplias avenidas, por donde, transitaban algunos vehículos de tracción electromagnética.

Alicia, Julián y su perro querían llegar hasta el extremo norte de la ciudad. En ese lugar se encontraban los enormes hangares, desde donde despegaban las naves que salían a diario a las colonias de la Luna y de Marte. Caminaban despreocupados y sin mayores contratiempos. Boby olfateaba en cada esquina por donde caminaban. De a poco se fueron alejando de aquel lugar más civilizado. Al llegar a una nueva esquina, el pequeño perro se detuvo y gruñó. Julián no le puso mayor asunto. En eso, y al amparo de la oscuridad, salieron cuatro hombres armados. Alicia se detuvo, y temerosa retrocedió lentamente. Ella preguntó tímidamente:

—¿Qué quieren?

Uno de ellos, de mirada perversa, aclaró:

—Nada, solo queremos ver si tienen algo de valor o algo de comer.

Otro miró al perro y dijo:

—Miren, la niña trae comida viva.

Alicia tomó a su pequeño can rápidamente, como queriendo cubrirlo con sus brazos, en tanto que la pequeña mascota no dejaba de ladrar.

Julián se les paró en frente con seguridad, y dijo:

—Deben dejarnos pasar.

Los demás, curiosos, se le acercaron. Uno explicó:

—Miren, muchachos, es uno de esos robots boxeadores que suelen enfrentarse en los gimnasios del este de la cuidad. La gente suele apostar y ganar mucho dinero. Son muy valiosos.

Otro anotó:

—Sí, estos aparatos cuestan una fortuna, y por lo que noto, es uno de última generación, me parece que los llaman Adán XI.

Su cabecilla dijo:

—Niña, ¿es tuyo este Adán XI?

—No, no es mío, pero me está acompañando a…

Le interrumpió uno de los bandidos, de manera grosera.

—Muchachos, la suerte nos ha sonreído, vamos a venderlo, nos pagarán una fortuna por este robot; conozco a un tipo que se dedica a comprar estas cosas.

Su líder respondió con clara molestia:

—No, este robot es más valioso, mejor nos lo adueñamos y apostamos, verán que pronto ganaremos mucho dinero. Y con ese dinero podremos irnos a las colonias subterráneas de la Luna, como nuevos millonarios.

Otro completó:

—O mejor aún, podemos ir a Marte, allá está la Sede del Nuevo Gobierno Mundial. Un lugar para los verdaderamente millonarios.

Los demás rompieron a carcajadas, como planificando maravillosos planes futuros. Uno de los bribones hizo a un lado a la niña. Los cuatro individuos se le acercaron cautelosos.

—Con cuidado, que nos puede atacar —exclamó temeroso uno de los rufianes.

—Sus golpes son letales—espetó otro.

—Pierdan cuidado, que nada les hará, ¿no han escuchado acerca de las Tres Leyes que tienen programados en sus cerebros artificiales?, son incapaces de hacer daño a un ser humano, él nos obedecerá, es solo cuestión de darles órdenes precisas.

Julián se sentía temeroso; una sensación que solo la podían sentir los seres humanos, pero que él, gracias a esa extraña reacción electroquímica de su cerebro, conseguía experimentar sensaciones casi humanas. Su piel artificial empezó a tornarse un poco pálida, y en su boca se notó un leve temblorcillo.

—¿Han notado eso, chicos?, está temblando, creo que tiene temor —dijo uno de ellos en tono burlón.

—¡Cuidado!, eso puede ser, que este robot se esté autoprotegiendo para evitar ser robado. Es asombroso, pero su cerebro artificial está activando la Tercera Ley; he escuchado que estos modelos se bloquean totalmente hasta que su dueño o el fabricante los encuentre —aseguró el que los dirigía.

—¿Y qué debemos hacer? —preguntó el más leso.

—Darle órdenes para bloquear su autodefensa, y pedirle que se desactive; así podremos llevarlo a otra ciudad y conseguir que pelee allá.

Pero la voz de la niña emergió desde un rincón, dando una orden precisa:

—Debes protegerme de estos hombres que quieren hacerme daño.

El cerebro de Julián se estremeció, sabía que esa orden era determinante. Los impulsos cerebrales que manaban de sus celdillas positrónicas, a manera de neuronas, fluían con fuerza. La Segunda Ley se activó en la mente del robot.

Julián levanto sus poderosos brazos y los apuntó hacia el grupo de hombres; amenazante, avanzó hacia los rufianes.

Uno de ellos quiso atacarlo con un macizo pedazo de metal. La niña volvió a ordenar con urgencia:

—Julián, no permitas que este hombre me haga daño, ¡defiéndeme!

El humanoide continuó avanzando, dando zarpazos al aire; el hombre lo atacó con la improvisada arma. El pedazo de metal le fue arrebatado y lo dobló con facilidad.

El grupo de truhanes, mirando eso, prefirió escapar. Boby los persiguió, asegurándose que, gracias a sus ladridos, ellos no volvieran.

Una vez solos, Julián le dijo a la niña:

—Alicia, has tomado un grave riego, tú sabes bien que yo no puedo hacerle daño a ningún ser humano, ya que la Primera Ley me lo impide.

Pero la niña le contestó en tono seguro:

—Lo sé, Julián, pero así mismo, yo conozco que la Segunda Ley dice que debes obedecerme. Además, una parte de la Primera Ley anota que no puedes quedarte quieto, y permitir que alguien me haga daño.

—Sí, Alicia, pero te recuerdo que defenderte entra en conflicto con la Primera Ley, ya que por más que te ataque otro ser humano, yo no le puedo hacer daño. Tan solo auxiliarte.

La niña le guiñó uno de sus ojos con picardía y terminó diciendo:

—Ya lo sé, pero yo tengo una ventaja con respecto a esos hombres.

—¿Y cuál es esa ventaja?

—Qué yo conozco bien las Tres Leyes, y mucha gente se suele confundir al ordenarlas.

—¿Y se puede saber cómo es que sabes tanto de las Tres Leyes?

—Porque mi padre trabajaba en un taller de ensamblaje de robots y él me las enseñó.

Julián esbozó una pequeña sonrisa. Y luego de este suceso, emprendieron de nuevo su ruta.

El camino hacia los enormes andenes se podía ver a la distancia. Unas maravillosas naves interespaciales despegaban a cada momento. Julián, la niña y el perro se acercaban al lugar. Llegaron. Había un movimiento frenético en la zona de embarque y desembarque. Personas que llegaban, ayudadas por sus robots, y que se dirigían a las puertas que las llevarían a su destino. Las naves más grandes y lujosas eran abordadas por personas que se dirigían a Marte. Alicia preguntó curiosa:

—Y ahora, ¿cómo hago para subirme a una de esas enormes naves, ya que no tengo créditos monetarios?

Julián meditó por unos segundos. De momento no tenía la respuesta. Su cerebro positrónico empezó a trabajar. Una de sus tantas y desconocidas reacciones radioquímicas le hizo razonar. La solución le sobrevino de la nada. Se acercó a la niña y le dijo:

—Alicia, sé cómo ayudarte, pero hasta conseguir créditos monetarios, debes esperar aquí unas cuantas horas. Debes prometerme que me esperarás.

La niña, desconcertada, respondió:

—¿Y qué piensas hacer, Julián?

—Espera y verás.

La chica, sin hacer mayores cuestionamientos, le contestó:

—Está bien, aquí estaré.

Había caído el anochecer, cuando apareció Julián con un hombre extraño. El robot le señaló con el dedo y dijo:

—Esta es la niña.

El hombre la miró con curiosidad, le preguntó:

—Esta unidad me ha dicho que quieres irte a Marte en busca de tu padre, ¿es eso verdad?

—Sí, es cierto, pero no pienso irme sin Julián, él es mi robot.

El hombre regresó a ver a Julián, pero luego de unos instantes le aclaró:

—Lo siento, pequeña, pero esta unidad me pertenece.

—¿Usted es el verdadero dueño de Julián?

—Sí, él es mío.

—Pensé que él no tenía dueño.

—Lo siento, pero él no es libre. Sin embargo, me ha pedido que te ayude a conseguir un boleto a Marte, y qué allá podrás hallar a tu padre.

—Es cierto, mi padre está en Marte, y estoy segura de que una vez allá lo encontraré. Espero que una vez juntos, no nos separe nadie.

El hombre le dijo:

—Espera aquí.

Luego de unos pocos minutos, volvió con una tarjeta electrónica.

—Este es tu pasaje hacia Marte, una de las naves de pasajeros partirá a primeras horas de la mañana. Luego de tres semanas llegarás a tu destino, no debes temer, un androide de esta compañía te ayudará a llegar sin ningún contratiempo. Ya he previsto eso, y, además, te daré algo de créditos monetarios para que puedas ubicar a tu padre. Lo siento, pero ya no puedo hacer más por ti.

—Pierda cuidado, sé cuidarme, y no me será del todo difícil hallar a mi papá en las minas de Marte. No se olvide que pude sobrevivir en este planeta totalmente sola durante mucho tiempo —le contestó Alicia, llena de esperanza y felicidad.

El hombre le extendió la mano y se despidió. Alicia se acercó a Julián, el robot peleador. Su pequeña cara de inocencia decía muchas cosas. Ella le tomó de una de sus manos y con ternura dijo:

—Julián, fue una verdadera suerte dar contigo, ahora me encontraré con mi padre. Recuerda que te dije que algún día nos volveríamos a ver.

—Sí, Alicia, lo recuerdo, y espero que lo halles pronto.

—Lo haré, te lo aseguro.

La niña, instintivamente, le extendió sus brazos, y le brindó un abrazo cariñoso. Julián le reciprocó esa acción de afecto. Antes de despedirse definitivamente, Alicia le dijo:

—Julián, por cierto, ¿por qué no me dijiste que tenías dueño? Supuse que eras un robot libre.

—Mi pequeña niña, sí, en efecto, fui libre por unos momentos.

—¿Y cuándo fue eso?

—Cuando nos conocimos; por unas pocas horas fui libre. Y ahora sé lo que es la libertad, y aunque haya sido por poco tiempo, ha sido suficiente para saber cuán valiosa es.

—¿Quieres decir que ese hombre no es tu dueño?

—Ese hombre es mi dueño, así como lo son todos los hombres de este planeta. Un robot no puede contradecir a sus amos, y yo fui creado para eso. Ese es mi destino, y debo someterme a sus caprichos y mandatos.

El extraño se acercó y con voz de mando, ordenó:

—Adán XI es hora de irnos, tengo que ir a cobrar la recompensa.

El robot se paró y obedeció la orden. Tan solo tuvo tiempo para mover su mano en señal de adiós a Alicia.

Dentro de los cómodos recintos del espacio, se hallaban unas radiantes imágenes holográficas que emitían las últimas novedades que acontecían, tanto en la Tierra, como en la Luna y en Marte. Pero había una noticia muy particular que se repetía constantemente: La Compañía de Entretenimiento “S & G” ofrecía una cuantiosa recompensa por información certera de una de sus unidades: Adán XI-20.1, que había escapado recientemente. Ellos necesitaban recuperarlo para desmantelarlo y reprogramar sus funciones.

Julián, el robot, se había enterado de aquella noticia, y decidió vender su libertad a un extraño, a cambio de la felicidad de un ser humano.

© Henry Bäx, Quito, 2011.

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