Desde que nació, Luis –Lucho, como le decía su mamá una vez llegado a este mundo– mostró un temperamento impetuoso, incontrolable. Era como si su espíritu no fuese humano sino animal. Su padre, al mirar su rostro, creyó que era obra del demonio. Es tu culpa, le dijo a su esposa. Los ojos del bebé eran delgados y amarillos como los de un gato, la nariz puntiaguda, de ratón, la boca: apenas una línea roja de carne, y los caninos (cosa completamente inusual en los recién nacidos que, igual que los viejos, tienen por boca una cavidad parecida a un molusco, sin rastro óseo), los caninos eran como dos reproducciones en miniatura de aquellos famosos dientes que consagraran la imagen del Conde Drácula.