Para comprender textos como el de Miguel Antonio Chávez (Guayaquil, 1976), Conejo ciego de Surinam (Mondadori, 2013), vamos a suponer que existen 2 tipos de novelistas —hasta hace poco pensaba que esta teoría funcionaba con cuentistas y novelistas pero creo que no tiene nada que ver con el aliento sino más bien con la actitud frente al asunto de contar—, unos frondosos, obsesionados por decirlo todo y que no pasan por alto ningún pormenor, profundos, serios, cronológicos, herederos de los patriarcas del boom y de la novela total; y otros que relatan historias mínimas, fragmentadas en diversos registros, en los que subsiste un profundo sentido del humor y de la ironía, y cuya pretensión es divertir, recrearse, ser versátil y demostrar que las narraciones pueden ser también una experiencia ligera, pero no por ello trivial.